jueves, 18 de abril de 2024

LA ILUSIÓN DE LA DEMOCRACIA, DE LA LIBERTAD Y DE LA IGUALDAD (Ananda K. Coomaraswamy)

 

Suis-je le gardien de mon frère?

Ananda K. Coomaraswamy

Éditions Pardès, Puisseaux ,1997, Pp.119 y s.

CAPÍTULO VIII

LA ILUSIÓN DE LA DEMOCRACIA, DE LA LIBERTAD Y DE LA IGUALDAD

Entre las fuerzas que se oponen a una síntesis cultural o, mejor dicho, a un entendimiento común indispensable para la cooperación, las mayores son las de la ignorancia y los prejuicios. La ignorancia y los prejuicios están en el origen de la presunción ingenua de una "misión civilizadora”. A los ojos de los pueblos "atrasados" contra los que se dirige y cuyas culturas se propone destruir como mera impertinencia y prueba del provincianismo del Occidente moderno. Este considera toda imitación como el halago más sincero, incluso cuando se reduce a caricatura, mientras que al mismo tiempo está dispuesto a tomar las armas para defenderse si la imitación se vuelve lo bastante real como para llevar a la rivalidad en la esfera económica. A decir verdad, si se quiere que haya un poco más de buena voluntad en la tierra, el hombre blanco tendrá que darse cuenta de que debe vivir en un mundo poblado en gran parte por gente de color (y "de color” suele significar para él "atrasado", es decir, diferentes de él mismo). Y el cristiano tendrá que darse cuenta de que vive en un mundo en el que la mayoría de la gente no es cristiana. Todo el mundo debe ser consciente de estos hechos y aceptarlos, sin indignarse ni lamentarse. Incluso antes de poder soñar en un gobierno mundial, necesitamos ciudadanos del mundo que puedan reunirse con sus conciudadanos sin sentirse avergonzados, como entre caballeros, y no como supuestos maestros de escuela al encuentro de alumnos a los que se instruye "obligatoriamente", aunque también sea "libremente". No hay lugar en el mundo para la rana en el pozo. Sólo puede juzgar a los demás por su propia experiencia y hábitos. Así que nos hemos dado cuenta de que, como dijo recientemente El Glaoui, el Pachá de Marrakech, "el mundo musulmán no quiere el inimaginable mundo americano ni su increíble estilo de vida. Nosotros (los musulmanes) queremos el mundo del Corán", y lo mismo vale, mutatis mutandis, para la mayoría de los orientales. Esta mayoría incluye no sólo a todos aquellos que son todavía “cultivados e iletrados", sino también una fracción, mucho más importante de lo que cabría pensar, de quienes han pasado años viviendo y estudiando en Occidente, pues es entre éstos que se encuentran muchos de los "reaccionarios" más convencidos (1). A veces, "cuanto más vemos lo que es la democracia y más estimamos la monarquía"; cuanto más vemos en qué consiste la "igualdad", menos admiramos "ese monstruo del crecimiento moderno, el Estado financiero-comercial "en el que la mayoría vive de sus “Jobs”, en el que la dignidad de una vocación o profesión está reservada a un pequeño número y donde, como escribe Éric Gill, "por un lado, está el artista dedicado únicamente a expresarse y, por otro, el trabajador privado de todo 'si' que expresar”.

Yo también tengo una vocación, que es mucho más buscar el significado de los símbolos universales de la Philosophia Perennis que de hacer apología -o de polemizar apropósito- de doctrinas que deben ser creídas para ser comprendidas y que deben ser comprendidas si han de ser creídas.

En el presente artículo, me propongo discutir los prejuicios suscitados, en todo espíritu cien por cien progresista y democrático-igualitario, por la palabra (portuguesa) "casta". Para el Dr. Niebuhr, por ejemplo, el sistema de castas indio es la "forma más rígida de esnobismo de clase de la historia”; por supuesto, quiere decir "arrogancia de clase", ya que ciertamente pretendía criticar la supuesta actitud de las castas superiores (comparable a la de los ingleses en la India y los que mantienen la línea Mason-Dixon en América*); mientras que, según la definición del diccionario sólo una persona inferior puede ser un "esnob". Pero ¿cómo puede haber arrogancia o esnobismo cuando no hay ambición social? Es dentro de una sociedad cuyos miembros  aspiran a trabajos de "cuello blanco" y tienen que "rivalizar de status  con sus vecinos " donde éstos vicios predominan. Si le preguntas a un hombre en India qué es, no dirá: "Soy un brahmán" o: "Soy un shúdra", sino: "Soy un devoto de Krishna" o bien “Soy shiνaïta"; y esto no es porque él esté "orgulloso" o "avergonzado" de su casta, cualquiera que ella sea, sino porque habla en primer lugar de lo que le parece más importante que no importa que distinción social.

Expliquemos entonces el significado del principio hereditario en una sociedad en la que aún no se ha producido la confusión de castas. La herencia de funciones a cargo es una cuestión de renacimiento -no en la falsa interpretación que se da corrientemente de esta, sino como es definida en las escrituras indias y de acuerdo con el postulado tradicional según el cual el padre mismo renace en su hijo.  Hemos visto que la función ha "nacido del sacrificio"; esto significa que si se quiere responder a las necesidades de la sociedad teocrática, las funciones "ministeriales" * mediante las cuales los dos fines del sacrificio (la salud en este mundo y la beatitud en el otro mundo) están aseguradas deben perpetuarse de generación en generación; la función es a la vez un estado y un cargo y, como tal, un mayorazgo. Para Platón y la filosofía escolástica, como en el Vedánta, duo sunt in homine, y de estos dos, uno es la personalidad mortal o naturaleza de este único y solo hombre, la otra la parte inmortal y la verdadera persona del hombre mismo (26). Es unicamente a la primera, a la naturaleza individual, puede aplicarse el término "color" puede aplicarse; en efecto, el término varna mismo podría en verdad traducirse con bastante exactitud por "individualidad”, ya que el color proviene del contacto de la luz con la materia que presenta entonces un color, determinado no por la luz sino por su propia naturaleza.

. Es la individualidad, no la persona, lo que el padre lega a su hijo, en parte por herencia, en parte por el ejemplo y en parte mediante ritos formales de transmisión: cuando el padre se convierte en emérito*, o a su muerte, el hijo hereda su posición y, en el sentido más amplio del término, de sus deudas, es decir, sus responsabilidades sociales. Esta aceptación de la herencia paterna libera al padre de la carga de responsabilidad social que le constreñía como individuo; "Habiendo hecho lo que tenía que hacer", el hombre perfecto se va en paz. No es por nuestro propio placer u orgullo que los hijos deben ser engendrados; de hecho, no serían  "nuestros hijos" si no asumieran a su vez la carga de nuestras responsabilidades - "los hijos son engendrados para formar una sucesión de oficiantes sacrificadores -"para la perpetuación de estos mundos" (Satapatha  Bráhmana, I, 8, 1, 31; Aitareya Upanisad, IV, 4), y lo mismo vale para Platón, que dice: "Sobre el tema de los matrimonios, está solicitado que debemos aferrarnos a lo que es la eterna renovación de la naturaleza dejando después de nosotros hijos de nuestros hijos, a fin de dar a la Divinidad eternos siervos que nos sustituyan" (Leyes, 774 a).

Sólo a la luz de la doctrina de los dos si y del mandato no menos universal de "conócete a ti mismo "(es decir, saber cuál de los dos si es nuestro verdadero Si), que nosotros podemos verdaderamente comprender el resentimiento experimentado con relación a las “prohibiciones y prescripciones” y la “desigualdad”, así como la defensa correspondiente en favor de la “protesta” y de la “rebelión” de la que hemos hablado antes. Este resentimiento tiene raíces muy profundas que no existen solamente por el hecho de una confusión de castas, la cual debería ser contemplada más como un síntoma que como causa primera del desorden.

Una aversión natural por las restricciones no es condenable por si misma. La concepción tradicional de la libertad va mucho más allá, en verdad, de lo que un anarquista podría exigir; es la concepción de una libertad absoluta y sin traba alguna, con vistas a ser como, cuando y donde se quiera. Todas las otras libertades contingentes, por muy deseables y justas que sean, son derivadas de, y no deben ser apreciadas más que en relación con este fin último. Pero esta concepción de una libertad absoluta va asociada a la firme convicción de que de todas las coacciones posibles, la más rigurosa con mucho es la sumisión a todo- lo- que- no- somos- nosotros- mismos, y más especialmente en esta categoría, la sumisión a los deseos y pasiones de nuestro hombre exterior, el "individuo". Cuando, ahora, como Boecio, hemos "olvidado quiénes somos" e, identificándonos con nuestro hombre exterior nos volvemos "enamorados de nuestro yo", entonces le comunicamos toda nuestra aspiración a ser libres y creemos que toda nuestra entera felicidad estará contenida en su libertad para hacer a su fantasía y pastar como le plazca. Es aquí, en la ignorancia y el deseo, donde radican las raíces del "individualismo" y de lo que en la India llamamos "la ley de los tiburones"  y en América "la libre empresa". Cualquiera que se proponga hacer que los miembros de una sociedad tradicional (cuya "docilidad" actual es fuente de irritación) descontentos con lo que es llamado con justo título su "suerte”, debe comprender bien que sólo podrá hacerlo si es capaz de imponer su propia convicción de la identidad de su ego con si-mismo.

Del mismo modo, cuando se sostiene que “todos los hombres nacen iguales, ¿ de qué “hombres” se habla”. La aserción no es manifiestamente verdad para todos los “hombres exteriores”, pues constatamos que están diferentemente dotados, tanto físicamente como mentalmente, y que las actitudes naturales deben ser tomadas en cuenta incluso en sociedades nominalmente igualitarias. Una afirmación de igualdad no es verdad absolutamente más que para todos los hombres interiores; verdad para los hombres mismos, pero para su personalidad. En consecuencia, en el Bhagavad Gita incluso (V, 18) donde, como ya hemos visto, se insiste mucho en la validez de la distinción de castas, está fuertemente puesta en valor y una confusión de castas equivale a la muerte de una sociedad, se dice también que "el verdadero filósofo (pandit) mira con igual consideración al brahmán perfectamente dotado de sabiduría y virtud, la vaca, el elefante, el perro, el que come carne de perro", es decir, un Chándala o "fuera de casta". Una mirada igual, no afectada por simpatías o antipatías; esto no significa que ignore las desigualdades entre los "hombres exteriores" a los que las categorías del sistema social se aplican realmente y que están aún cargados de derechos y deberes; esto significa que, viendo perfectamente, quien se ha elevado por encima de todas las distinciones establecidas por las cualidades naturales (cosa que todos los hombres pueden hacer) y que ya no pertenece al mundo, es insensible a los colores y no ve más que la esencia última e incolora, inmortal y divina, "igual" porque es inmodificada e indivisa, no sólo en cada hombre sino en toda criatura viviente "hasta en las hormigas".

Nuestro propósito al presentar estas consideraciones (que un sociólogo moderno difícilmente se atrevería a tratarlas en un análisis social), es mostrar perfectamente que, al igual que al criticar una  obra de arte no podemos aislar el objeto de nuestro estudio de su entorno global sin "matarlo , del mismo modo, en el caso de una determinada costumbre, no podemos  esperar comprender la significación que ella tiene para los que la siguen si disecamos la sociedad en la cual florece y que así extraemos una “fórmula” que nos ponemos a criticar como si ella debería imponérsenos inmediatamente por caso de fuerza mayor *. Las componentes de una sociedad tradicional no forman pura y simplemente un agregado como las de un puzzle y es solamente en el momento en que podemos ver el grabado completo cuando podemos saber de que hablamos.

En algunos aspectos, la organización vocacional de la sociedad griega se diferencia a primera vista de la de la India en el sentido de que, en tiempos de Platón y más tarde, el oficio no es necesariamente hereditario, siendo la situación a este respecto diferente en el seno de las distintas comunidades (véase Aristóteles, Política, 1278 5). En realidad, esto quiere decir que en la Grecia helenística, un sistema más antiguo, sancionado divinamente se estaba derrumbando. Como dice Hocart : "Tenemos aquí un excelente ejemplo del proceso comúnmente llamado, sin que se sepa exactamente en qué consiste, secularización "* (p. 235). Secularización: una sustracción del sentido a la forma, una "separación del alma y del espíritu", no en el sentido escriturario, sino a la inversa**, una materialización de todos los valores. Esto es lo que ocurre cuando una sociedad tradicional es aplastada por quienes creen que "hay que dar rienda suelta al progreso que sigue a la aventura industrial de la civilización", cualesquiera que sean las consecuencias humanas (34); cada vez que los que sostienen que "el conocimiento que no es empírico  no tiene sentido" detentan el control de la educación; cada vez que los servicios hereditarios y lealtades se "intercambian" por pagos en especies y se convierten en "rentas" y  se crean  las clases de rentistas *** o accionistas cuyo único interés es su “interés”. No ignoro, naturalmente, que “el humanismo científico”, el racionalismo, el determinismo económico y el ateo de pueblo se ponen de acuerdo para decir que la religión, inventada por aristócratas astutos y sacerdotes interesados en conservar su situación privilegiada, ha sido el “veneno del pueblo”. No demostraremos aquí que la religión debe tener un fundamento sobrenatural so pena de no ser una religión, pero diremos que, en las sociedades organizadas para las ganancias pecuniarias, la publicidad, inventada por industriales astutos para conservar su status privilegiado, es verdaderamente el veneno del pueblo, y que ésta es sólo una de las muchas formas en que lo que se llama "civilización" se ha convertido en "una plaga para la humanidad". ¿Se les ha ocurrido alguna vez la idea de quienes atacan los sistemas de castas, que ellos consideran injustos, que ellos también tienen valores, o que el destructor liberal de instituciones, el contestatario y rebelde, es ipso facto responsable de la conservación de sus valores?

Terminaremos refiriéndonos a uno solo de estos valores. Hemos visto que en la India parece normal que un hombre ame el trabajo para el que ha nacido y para el que es apto por naturaleza. Se dice incluso que un hombre debe morir en su puesto antes que adoptar la vocación de otro. Esto puede parecer extremo. Pero veamos cuál es a este respecto la opinión de Platón. Nos dice que Esculapio sabía que, en todos los pueblos bien gobernados, hay un oficio o asignado a cada hombre en la ciudad, que debe realizar, y que nadie tiene el tiempo libre para estar enfermo y ser médico él mismo toda su vida. Y esto lo vemos en el artesano, pero no, y esto es bastante absurdo, en el hombre rico y supuestamente realizado. Señala que un carpintero, si cae enfermo consultará realmente a un médico y seguirá su consejo. "Pero si le prescriben una dieta larga, que le envuelvan la cabeza con gorros de lana, y todo lo que ello conlleva, se apresura a decir que no tiene tiempo para estar enfermo y que no ve ninguna ventaja para no ocuparse más que de su enfermedad y descuidar su trabajo que tiene entre manos ¿no tiene un oficio que debe ejercer si quiere vivir? Para el rico, por el contrario, podemos decir que no tiene ante él ningún trabajo cuya privación equivaliera para él a la imposibilidad de vivir”( República 406c-407a)

Supongamos que se produzca en la sociedad occidental una rectificación de las injusticias sociales existentes en la marcha natural de la aventura industrial, que la pobreza no exista más, que los hombres sean verdaderamente “libres” y que cada uno tenga su propia televisión, su radio, su coche (o su autogiro) y su refrigerador, y tenga siempre asegurado un buen salario (o asignación). En estas circunstancias, ¿qué es lo que impulsará al hombre a trabajar, aunque sea por las pocas horas que le serán necesarias, si las necesidades de la vida están aseguradas para todos? En ausencia del imperativo ‘trabajar o morir de hambre', ¿no se sentirá inclinado a tomar largas vacaciones o, si es posible, vivir de los ingresos de su mujer?  Sabemos lo difícil que es en la actualidad "regular" adecuadamente a los "nativos perezosos" de las tierras salvajes que no han sido totalmente industrializadas para que sus habitantes se vean obligados a trabajar a cambio de un salario o morir. Supongamos que los hombres fueran realmente libres de elegir su oficio y se negaran a realizar trabajos desagradables como la minería, por ejemplo, o a asumir la carga de un empleo público. ¿No sería necesario requisar mano de obra, incluso en tiempos de paz? Podría ser peor que el sistema de castas, incluso tal y como se nos presenta. No veo otra solución a esta situación que estar tan enamorado del trabajo para el que se está cualificado por naturaleza que lo preferimos a cualquier ociosidad; no hay otra solución para el trabajador que poder sentir que haciendo lo que tiene que hacer no sólo está realizando un servicio social y con ello se gana la vida, sino que también sirve a Dios.

 

(1) Ver Demetra Vaka, Haremlik (1909) p.139, donde el interlocutor es una joven mujer turca de alta condición, que conoce bien los maestros de la literatura occidental. Ella dice: “Después de la lectura de vuestros periódicos (americanos),”yo se que no amo vuestro mundo, y soy feliz de ser musulmana.” En otra página, el autor pregunta a una amiga turca “¿No desearías aveces ser una mujer libre europea? Y recibió esta respuesta desconcertante:” yo no he conocido jamás europeos a los que hubiera amado pertenecer”. De nuevoel la p, 259 se le dijo:” Cuando era adolescente, yo leía cosas sobre la vida de Europa,¡ me parecían tan atrayentes, tan maravillosas ¡ Pero cuando he podido gustar el sabor, era vacía y amarga.” Por su parte Demetra Varka declara (p.221) “Estoy siempre grandemente asombrada por ese curioso sentimiento de felicidad resignada compartida por los Orientales, sentimiento que Occidente difícilmente puede concebir."

Porque no puedes concebirlo, te irrita la idea de que hombres y mujeres puedan ser felices en condiciones que para ti serían aburridas, tal como eres ahora, tú cuya ambición es ser "alguien". No comprendes que puede haber una ambición superior, la de convertirte en "persona". La sumisión a la voluntad de Dios, ese es el verdadero significado del Islam; el contentamiento, cultivar el propio jardín", esas son nuestras ambiciones. No es contra nuestra forma de vida contra lo que "protestamos" y "nos rebelamos" los orientales, sino contra vuestra intrusión. Es vuestro modo de vida lo que repudiamos, allí donde no nos haya corrompido ya.

(8) Algunos hacen referencia sin cesar a las “monarquías absolutas” de Oriente como si estas monarquías pudieran ser comparadas a la de Francia inmediatamente antes de la Revolución. Bien entendido, allí también ha habido buenos y malos reyes, como por todas partes. La monarquía oriental normal es, a decir verdad, una teocracia en la cual el rey es un agente exclusivo que puede hacer únicamente lo que debe ser hecho y un servidor de la justicia (dharma) de la que no es el mismo el autor. La entera prosperidad del estado reposa sobre la virtud del rey; y , lo mismo que para Aristóteles, el monarca que gobierna en su propio interés no es un rey sino un tirano y puede ser cazado “como un perro rabioso”, lo mismo, según la vieja ley hindú, para el mismo delito, la multa de un rey debe ser mil veces superior a la de un Shudra. Es en un sentido muy diferente como se observa en las democracias “una ley para los ricos y una ley para los pobres”. Una democracia gobernada por “representantes” no es un gobierno “para el pueblo” sino un conflicto organizado de intereses que no alcanza más que la creación de un equilibrio inestable de poderes; y “mientras que la tiranía de uno solo es cruel, la de un gran número no puede más que ser la más dura y la más insoportable (Filón Spec IV 113), Así el Oriente critica el sistema industrial según sus propias normas vocacionales y la democracia según su ideal de realeza.

(26) esa es una discriminación que es quizá más familiar al lector un el término cristiano de la distinción de nuestra forma exterior y de nuestro hombre interior, de “la separación de alma y espíritu”.

(34)” Ha sido igualmente posible envilecer a los artesanos gracias a la máuina…Se hecho caer de sus manos la posibilidad de la obra maestra. Se ha borrado de su alma la necesidad de la cualidad; se la ha dado el deso de la cantidad y de la velocidad (Jean Giono)

 

EL PARAÍSO MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL. (Nikolái Aleksándrovic Berdiáev)

 

De la destination de l’homme.

Nikolái Aleksándrovic  Berdiáev (Kiev 1874-Paris 1948)

Editions L’Age d’Homme. S.A. Lausanne 1979  Pp. 365-381

Tercera Parte

CAPÍTULO III

EL PARAÍSO MÁS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL.

El hombre conserva profundamente arraigado en su corazón, una reminiscencia y una nostalgia del paraíso. En algún lugar, en la más remota intimidad de su ser, este recuerdo y este sueño se encuentran. Nuestra vida se desarrolla entre el cielo y el infierno. Somos exiliados de paraíso, que aún no hemos penetrado definitivamente en el infierno. Desde la zona intermedia de nuestro mundo, que está lejos ¡ay!  del Edén, soñamos con el paraíso, lo evocamos en el pasado y en el futuro. El pasado original y el futuro final se mezclan, al punto confundirse, en la idea del paraíso.

La leyenda de la Edad de Oro era una leyenda relativa al Edén. Pero la conciencia mitológica del paganismo conocía el paraíso en el pasado, sin conocer su espera mesiánica en el futuro, una espera que sólo era inherente al antiguo Israel. La mitología está siempre vuelta hacia el pasado, el mesianismo hacia el futuro. La leyenda bíblica del paraíso, como estado primitivo del hombre y la naturaleza, es un mito en el sentido realista del término. En cambio, la venida del Mesías y el advenimiento del Reino de Dios constituyen un mesianismo. En resumen, la Biblia comporta a la vez un mito y un mesianismo. El proceso universal comenzó con el exilio del paraíso. Pero incluso rechazado en esta tierra, el hombre es capaz no sólo de recordar la edad de oro, sino conocer, en la contemplación de Dios, la verdad y la belleza, en el amor, en el éxtasis creativo, instantes de verdadera felicidad paradisíaca. Además el paraíso no existe sólo en su recuerdo, en su sueño y en su imaginación creadora; se ha conservado en la belleza de la naturaleza, en la luz del sol, las estrellas titilantes, el cielo azul, las cumbres inmaculadas, los mares y ríos, el bosque y el campo de trigo, las piedras preciosas y las flores, en la maravillosa configuración del mundo animal. Sólo una vez una cultura humana se ha acercado un poco al Edén, fue la de la Grecia antigua. El proceso universal comenzó en el Paraíso y retorna allí, aunque paralelamente avanza hacia el infierno. El hombre evoca el paraíso en la génesis de la vida universal, y lo sueña en el futuro, en el fin de las cosas, al mismo tiempo que presiente con horror el infierno.

Encontramos el paraíso al principio, y el cielo y el infierno al final. Parece a primera vista que toda la adquisición y enriquecimiento del proceso universal ha consistido en asociarse al infierno. Pues el infierno es precisamente ese “nuevo" que surgirá al final, mientras que el paraíso no es más que una repatriación. Pero ¡qué triste es esta reintegración, después de que la humanidad se haya dividido y alguna parte haya desertado del paraíso! Este es aparentemente el fruto del árbol del conocimiento. En la vida paradisíaca integral, nada existía fuera de ella en tanto que la distinción entre el bien y el mal no había surgido. Pero habiendo surgido, esta se desdobló y la vida infernal se afirmó inmediatamente. Este es el precio de la libertad, de la libertad de conocer y elegir entre el bien y el mal. El atroz presentimiento del infierno, si no para uno mismo, al menos para los demás llena de amargura el recuerdo y la nostalgia del paraíso. El precio de la libertad humana resulta ser el infierno. Sin esa libertad, la vida paradisíaca habría sido eterna, integral, nada la habría ensombrecido. Y el hombre está obsesionado y seducido por la idea del restablecimiento de esta vida. Es este sueño el que está en la raíz de todas las utopías del paraíso terrenal. El hombre es exiliado del Edén porque su libertad ha resultado ser fatal. Pero, ¿puede reintegrarla renunciando a su libertad?

La dialéctica relativa al paraíso y la libertad fue desarrollada con brillante agudeza por Dοstοϊewsky (1). Él consagró varios escritos a este problema que tanto le torturaba tanto : El sueño de un hombre gracioso", “ El sueño de Versiloff" y,

(1) Véase mi libro: L'Esprit de Dostoievlky.

hacia el final de su vida, “La leyenda del Gran Inquisidor”. No pudo reconciliarse ni con el paraíso que ignora la prueba de la libertad, ni con el que se organizaría coercitivamente sin la libertad del espíritu humano. Para el no es admisible más que el paraíso habiendo pasado por la libertad, que ha deseado. El paraíso impuesto, tanto en el pasado como en el futuro, era objeto de horror para Dostοϊewsky, que lo consideraba como la tentación del Anticristo. Pues Cristo es ante todo libertad. Pero una luz nueva se encuentra así proyectada sobre la leyenda de la caída. La tentación diabólica no es la tentación de la libertad, como demasiado a menudo imaginamos, sino la tentación de negar la libertad, la de la beatitud forzada e impuesta. Aquí nos acercamos al misterio último de la caída que, racionalmente insoluble, cοrrespοnde a los misterios del destino final del hombre. Dios quería la libertad de la criatura, y en ello basó su designio de la creación. A esto está ligado la vocación creativa del hombre. Por eso estamos obligados a concebir la caída desde un ángulo antinómico e irracional. En efecto, ella corresponde a la vez tanto a la manifestación y a la prueba de la libertad del hombre, a su éxodo del paraíso natural primitivo y preconsciente, ignorando la libertad del espíritu, y a la pérdida de esta libertad, a la sumisión del hombre a los elementos naturales inferiores. Es ahí donde se forma el nudo de la vida universal. La caída fue necesaria, porque la realización del sentido supremo de la creación requería la libertad. Pero la necesidad de la libertad es una contradicción y una paradoja, que no somos capaces de resolver en el pensamiento y que sólo podemos experimentar en la vida. La caída es la violación del Sentido, y sin embargo debemos reconocerle uno: el paso del paraíso original, ignorante aún de la libertad, a un paraíso que la conoce.

Por eso es imposible prever un retorno al estado paradisíaco primitivo. No sólo nos es rechazado, sino que ni siquiera podríamos desearlo. Este retorno habría indicado la improductividad y el sinsentido del proceso universal. El paraíso que nos espera al final de ese proceso es muy distinto del que lo inauguró. Es el que sigue al conocimiento de la libertad, después de todas las pruebas. Podríamos incluso sugerir que es un paraíso que sucede al infierno, a su libre rechazo, a la experiencia del mal. La tentación de volver al no-ser, que precedió a la creación del mundo, es libremente superada por el ser conforme a la Idea divina. El Paraíso, donde la vocación creadora del hombre no se había despertado, es sustituido por un paraíso donde se ha realizado plenamente. Dicho de otro modo, el paraíso natural es sustituido por un paraíso espiritual. El paraíso, como estado original del hombre, ignora aún la venida la venida del Dios-Hombre, mientras que el que acabará el proceso universal será Reino de Cristo, el Reino del Dios-Humanidad. Este es el resultado positivo del proceso universal.

Pero en medio de este proceso, el hombre exhausto sueña incesantemente con su regreso al paraíso perdido, a la inocencia y plenitud originales. Está dispuesto a renunciar a todo conocimiento, que él ve como el resultado del desdoblamiento y la pérdida de la integralidad de la vida. Está dispuesto a huir sufrimiento de la "cultura" para redescubrir la alegría y la "naturaleza". Y cada vez que se entrega a estos sueños y aspiraciones, experimenta la decepción, porque no sólo la "cultura", sino incluso la "naturaleza" están manchadas por el pecado original. Sólo le queda abierto un camino: el de la fidelidad ilimitada a la “idea del hombre", el que conduce al reino del espíritu, en la  que entrará también la naturaleza transfigurada. El conocimiento del bien y del mal está ligado a la pérdida de la de la integralidad paradisíaca, pero el camino debe ser recorrido hasta el final. Una vez que el hombre se ha comprometido en este camino, el conocimiento mismo deja de ser un mal (1). El conocimiento puede tener por objeto el mal, pero no es malo en sí mismo; y en él se realiza la vocación creadora del hombre. Es en esto que la "cultura" se justifica y se protege de los ataques de la "naturaleza".

La belleza primitiva de la naturaleza conserva un reflejo del paraíso perdido, pero el hombre sólo irrumpe en ella a través de la contemplación artística, que es la transfiguración creativa de la cotidianidad natural. Este reflejo existe también en el arte, en la poesía, y el hombre, a través del éxtasis creativo, comulga con la beatitud paradisíaca. Encontramos en particular este reflejo en la poesía de Pushkin, que triunfa sobre la pesadez del "mundo".

(1)  Es en esto sobre todo en lo que estoy en desacuerdo con Leon Chestov

El arte de Pushkin no es ni cristiano ni pagano: es edénico. Pero en él, también, el elemento paradisíaco no se adquiere más que a través de la vía de la creación, no a través de un retorno a la naturaleza original. Es lo mismo en todas las cosas. .

La llamada vida moral no es en absoluto una vida edénica, y el paraíso no es el triunfo del bien. El "bien" y la vida "moral" implican siempre una amargura; la del juicio la de la duplicación, la del rechazo continuo del "mal” y de los "malvados". En su reino no encontramos esa liberación divina, este alivio, esa integralidad, esa iluminación de la criatura. El paraíso es el cese de la preocupación, la evasión de este mundo, que describe Heidegger, y la obtención de la integralidad del espíritu. Sin embargo, la vida moral implica una pesada preocupación, la de la lucha contra el mal, y un desdoblamiento, el que escinde lo "bueno" de lo "malo". El Paraíso, cuyo corolario sería el infierno, correspondería a un reino del "bien" por oposición al reino del "mal". Pero no conocería la integralidad, estaría impregnado de amargura, debido a  la proximidad del infierno con sus tormentos eternos. Y este paraíso sería una de las elucubraciones más monstruosas de los "buenos". Vivimos en una vida pecadora, en la que nos resulta prodigiosamente difícil pensar el paraíso. Adaptamos a él las categorías de nuestra distinción entre el bien y el mal, mientras que él reposa más allá de esta distinción. Penetramos más allá, concibiéndolo como belleza. El paraíso es la deificación de la criatura. La transfiguración y la iluminación del mundo corresponden a la belleza, no al bien, que se refiere a un mundo no-transfigurado, y no- iluminado. Sólo la belleza nos libera de la preocupación que aún conlleva el bien. Y una vida eterna en el más allá, donde subsistiera esta distinción de paraíso e infierno, conservaría una preocupación y una carga, no conferiría ni reposo, ni integralidad, ni alegría absoluta. Pues el infierno, al cual es inherente la expansión, tomaría de todas formas la ofensiva, y se entablaría necesariamente un conflicto trágico. La idea del infierno, en tanto que triunfo definitivo de la verdad y la justicia divinas, es un pensamiento intolerable, que no podría apaciguar a los elegidos. El infierno no puede no ser el sufrimiento del paraíso, y la existencia del primero excluye la posibilidad del segundo.

Sólo se puede concebir el paraíso de una manera apofática, toda especulación catafática engendra contradicciones insuperables. La antinomia fundamental reside aquí en el hecho de que el hombre desea ardientemente el paraíso, soñando con su beatitud, mientras lo teme como un fastidio, una uniformidad, una inmovilidad, una finalidad. Esta antinomia está ligada a la paradoja del tiempo y la eternidad. Esta antinomia proviene del hecho de lo que adaptamos a esta última lo que sólo se aplica al primero. Es imposible concebir la perfección, la plenitud y la integralidad en el tiempo, pues nos parecen una detención del movimiento creador, un contentamiento de si (autosatisfacción). De ahí el fastidio generado por todas las utopías del paraíso terrestre. La perfección, la plenitud y la totalidad son irrealizables en el tiempo, porque implican el fin del tiempo, su derrota, el acceso a la eternidad. Pues si en la eternidad, la perfección es una infinitud positiva, en el tiempo sólo es una finalidad. La vida en paradisíaca en nuestro tiempo, sobre nuestra tierra habría marcado el fin del proceso creador de la vida, de las aspiraciones infinitas y el consiguiente aburrimiento. ¡Y estas son las mismas características que el hombre ha tratado de transponer al paraíso del más allá! Pensamos en el tiempo y proyectamos el paraíso en el futuro, y es por lo que nos aparece el cese del movimiento, de la búsqueda, de la creación infinita, en definitiva, la obtención de un contentamiento definitivo. Parece que no queda libertad en el paraíso. Y, en palabras del "individuo retrógrado y burlón" de Dοstοϊewsky, estamos dispuestos a  'mandar el paraíso al diablo' para vivir según nuestra voluntad. El hombre sueña con el paraíso, lo teme y vuelve a la trágica libertad de este mundo. El orden y la armonía, a las cuales se sacrifica la libertad del individuo, le es intolerable.

Pero el paraíso no está en el futuro, no está en el tiempo. Está en la eternidad. Y la eternidad se obtiene en el momento presente, no comienza en el presente que es sólo una parte del tiempo desgarrado, sino en el presente que es una evasión fuera del tiempo. No marca un cese de la vida creadora, es una vida creadora de un orden diferente. Su movimiento no se efectúa en el espacio y el tiempo, sino interiormente; se simboliza por un círculo y no por una línea recta. Debemos acordar al paraíso más vida de la posee nuestro mundo pecador posee, más y no menos movimiento; sin embargo, su movimiento no es el de la "naturaleza” sino el del "espíritu" que absorbe toda la tragedia de la vida aquí abajo. En efecto, no se podría concebir su perfección como negación de la dinámica creadora. Excluye la agitación y la languidez del mundo, la inquietud y la preocupación engendrada por el tiempo, pero posee indiscutiblemente su propio movimiento creador. El paraíso es una paradoja para el hombre, debido a que la infinitud en el tiempo y el cese del movimiento le parecen inconcebibles para él. Sin embargo, esta paradoja es debida, una vez más, a lo que adaptamos al mundo del más allá las dificultades torturantes de nuestro mundo de abajo. Tenemos una anticipación del paraíso en el éxtasis, en el cual nuestro tiempo se rompe, nuestra distinción entre el bien y el mal es abrogada, donde es dado al hombre onocer una liberación definitiva y donde toda pesadez desaparece para él. El éxtasis de la creación, el de la contemplación de la luz divina, el del amor, nos transporta por un instante al paraíso, y este instante no forma ya parte del tiempo. Pero tan pronto como cesa, la duración del tiempo reaparece, todo se apelmaza, decae, se somete a la preocupación y a la cotidianidad. La conciencia escatológica se topa con la paradoja del tiempo, problema que alcanza una complejidad y una intensidad particulares en las creencias milenaristas, Esta creencia refleja toda la aspiración nostálgica del hombre a la felicidad y la beatitud, al festín mesiánico,  al paraíso no sólo del cielo, sino de la tierra, no sólo de la eternidad, sino también de nuestro tiempo histórico.

En el milenarismo, la eternidad se transporta al tiempo y el tiempo se compromete con la eternidad. Esta es la antigua esperanza de la humanidad en la instauración del Reino de Dios, en la realización de la verdad divina al final del proceso universal, es decir la esperanza de contemplar el paraíso, de alguna manera, dentro de los límites de nuestro tiempo. Es la esperanza de ver el resultado positivo de este proceso aparecer en cierta esfera intermedia, que no estará ya en el tiempo, no estando todavía en la eternidad. Ahí radica la dificultad fundamental de todas las interpretaciones del Apocalipsis, el lenguaje de la eternidad debe traducirse al lenguaje del tiempo. Se puede rechazar esta paradoja de dos maneras: o bien rechazando la idea milenarista, lo que equivale a transferir todas las cosas en la eternidad, y dejar en el tiempo un mundo no divino y exiliado del paraíso; o, por el contrario, concibiendo el Reino de Dios de manera sensible, es decir, como antes de instaurarse sobre nuestra tierra y en nuestro tiempo.

Aunque la revelación cristiana es ante todo el anuncio del Reino de Dios  y la esencia del cristianismo es la búsqueda de ese Reino, esta idea no se presta a interpretación y da lugar a contradicciones irreductibles. En efecto, el Reino de Dios no puede concebirse en el tiempo, puesto que es el fin, puesto que marca el fin del mundo, el advenimiento del nuevo Cielo y de la nueva Tierra. Pero si está fuera del tiempo, es decir, en la eternidad, no podemos relacionarlo exclusivamente con el fin del mundo, puesto que el fin sigue concebido en el tiempo. En realidad, el Reino de Dios se instaura en cada instante donde se efectúa una evasión fuera del tiempo hacia la eternidad. Entre yo y la eternidad, es decir, la consecución del Reino, no es el lapso infinito de tiempo que nos separa aún del fin del mundo. Hay dos accesos a la eternidad: uno a través de la profundidad del instante, el otro a través del fin del tiempo y del fin del mundo. El Reino de Dios viene imperceptiblemente. Se le concibe como el Reino de los Cielos, pero su llegada también puede también tener lugar en la tierra, susceptible de iluminar y de heredar la eternidad. Y no nos es dado establecer un límite entre la otra tierra, la nueva, y la nuestra. La idea de un paraíso terrenal es utópica y un milenarismo erróneo. Pero en un sentido más profundo, podemos concebir el paraíso en la tierra, ya que la irrupción en la eternidad, el éxtasis y la contemplación de Dios, la alegría  y la luz son posibles aquí. La interpretación escatológica del del Reino de Dios es la única interpretación exacta. Pero su paradoja resulta del hecho de que el fin no sólo está aplazada a un futuro ilimitado, sino que está presente en cada momento de la vida. La Escatología está en el seno del proceso de la vida. Y el Apocalipsis no es sólo la revelación del fin del mundo y de la historia, sino también del fin en el seno del mundo y de la historia, en el seno de la vida humana, de cada instante de la vida. 

Es muy importante superar la concepción pasiva del Apocalipsis en tanto que espera del fin y del juicio. Debe concebirse como una llamada a la actividad creativa humana, al esfuerzo y la hazaña heroicos. Pues el fin también dependerá del hombre, él aumentará sus acciones. La visión de la Jerusalén celestial, descendiendo del cielo sobre la tierra, es una de las visiones posibles, perro el hombre, por su libertad, su creación y sus esfuerzos, debe preparar su venida.  En resumen, crea de una manera activa el paraíso y el infierno que corresponden a su vida espiritual y se revelan en las profundidades del espíritu. La conciencia, débil y derribada por el pecado, rechaza el paraíso y el infierno fuera, y los transfiere al orden objetivo, semejante al orden de la naturaleza. En cambio, cuando es más profunda los integra al espíritu, dicho de otra manera, deja de soñar con el primero y de temer el último de forma puramente pasiva. A partir de entonces ya no se proyectan en el tiempo, en el futuro. El juicio divino se cumple en cada instante, corresponde a la voz de la eternidad resonando en el tiempo. Por eso la idea del paraíso, como la del infierno, deben estar completamente mente liberadas de todo utilitarismo. El Reino de es el logro de la perfección, la deificación, la belleza y la integralidad del espíritu, no una retribución.

La idea del paraíso está fundada sobre el postulado según el cual los perfectos, los justos, los santos, son al mismo tiempo los bienaventurados, siendo la vida en Dios una felicidad. Pero la idea de la beatitud de los justos es fuente del eudemonismo. El eudemonismo terrenal sugiere que el hombre está engendrado con vistas a la felicidad. El eudemonismo celeste cree que el hombre está creado en vista de la beatitud. Considera que la infelicidad y el sufrimiento son el resultado del pecado, que antes de la caída, la beatitud reinaba en el paraíso, que la bienaventuranza designa al justo sometido a Dios, al santo, y que en el nuevo paraíso que le espera, recobrará la beatitud. La identificación de la santidad con la beatitud corresponde a la de lo subjetivo y lo objetivo, es decir, a la integralidad. Pero es difícil para nosotros que vivimos en un mundo pecador y sometidos a su ley, para nosotros cuya psicología está abrumada por el pecado, concebir esta identidad. Conservamos una secreta desconfianza con relación a la beatitud paradisíaca, porque lo trágico, el sufrimiento, la insatisfacción, son como el índice de un estado superior en el mundo pecador. En realidad, estas son las doctrinas morales más bajas, el hedonismo, el eudemonismo, el utilitarismo, que hacían de la felicidad el fin de la vida y el  criterίum del bien y del mal. Y es con razón que consideramos este fin como una ilusión, como una seducción. En la vida de nuestro mundo, nos son concedidos instantes de alegría e incluso de beatitud, en tanto que evasión de este mundo y comunión con el mundo de la libertad que  ignora la gravedad y la preocupación, pero ninguna felicidad estable y duradera. Por otra parte, el hombre aquí no aspira a ella. La concepción del fin de la vida como felicidad es netamente el producto de la reflexión y el desdoblamiento. Además, y esto es importante para nuestro problema, los hombres demasiado felices, demasiado apaciguados, demasiado satisfechos, provocan una duda en cuanto a su profundidad. Se les supone tener aspiraciones limitadas, de ser indiferentes a las desgracias ajenas, y se les cree culpables de suficiencia. En resumen, la beatitud edénica parece ser reprensible en nuestro mundo pecador. Y es el caso del esteticismo, que pretende el cielo en condiciones terrenales. Nosotros difícilmente podemos transportarnos a un plano del ser donde la dicha paradisíaca sería la expresión de la perfección y la santidad. Y aquí nos topamos con una paradoja a la vez ética y psicológica.

La beatitud edénica, que sigue compartiéndose con nosotros en raros momentos de la vida, corresponde a la obtención de la integralidad, de la plenitud, de la perfección semejante a la de Dios. Y, sin embargo, este estado nos inquieta como una suspensión del movimiento del espíritu, un cese de la aspiración y la búsqueda infinitas, como una indiferencia a la existencia del infierno. Vivir en un estado edénico significa alimentarse del árbol de la vida e ignorar el bien y el mal; sin embargo, nos alimentamos de los frutos del árbol del conocimiento, vivimos según esta distinción y la transponemos a este nuevo paraíso que debe inaugurar el fin del proceso universal. Aquí yace la distinción ontológica entre el paraíso del principio y el del fin. El primer paraíso ofrecía la plenitud original, ignorando el veneno de la conciencia, el de la distinción y el conocimiento del bien. Ignoraba la libertad, que apreciamos como si fuera nuestra mayor dignidad. Para él, no hay vuelta atrás. El segundo, en cambio, supone que el hombre ha pasado ya por la exacerbación y el desdoblamiento del consciente, por la libertad, por la distinción y el conocimiento del bien y del mal. Éste designa una nueva integralidad y una nueva plenitud, la que sucede al fraccionamiento. Y, sin embargo, este paraíso nos inquieta porque el infierno es su correlativo ¿Qué hemos de hacer con el mal y los malvados que son la consecuencia del desdoblamiento de la conciencia y de la prueba de la libertad? ¿Cómo han de gozar de la dicha paradisíaca si les están destinados los tormentos eternos, si el mal no ha sido ontológicamente vencido, si posee un reino?

Si el paraíso del principio de la vida universal es inaceptable porque la libertad no ha sido experimentada, aquel cuyo advenimiento debe tener lugar al final de esta vida lo es igualmente también porque la libertad ha sido probada allí y ha producido el mal. Este es el problema fundamental de la ética en su aspecto escatológico. Acaba sin poder resolverlo. La idea de perfección, la idea de la felicidad, nos atrae y nos repugna a la vez. Nos repugna, porque concebimos la perfección y la beatitud en lo finito, mientras que están en lo infinito, dicho de otra manera, porque racionalizamos lo que se opone a la racionalización, porque nuestro pensamiento, en lugar de proceder aquí por la vía de las locuciones negativas, adopta la de las locuciones afirmativas.

Para la conciencia cristiana, la beatitud paradisíaca corresponde al Reino de Cristo y es inconcebible fuera de él. Ahora, este punto por sí solo cambia toda la cara del problema. Pues entonces la cruz y la crucifixión forman parte de esta bienaventuranza. El Hijo de Dios y el Hijo del Hombre desciende a los infiernos para liberar los que aquí sufren. El misterio de la cruz elimina así la  paradoja fundamental de la dicha paradisíaca que engendra la libertad. En adelante, para que el mal sea derrotado, el bien debe crucificarse. Aparece bajo una nueva luz: lejos de condenar a los malvados al suplicio eterno, él mismo acepta ser atormentado. Los "buenos" no prometen  a los "malvados"  la perdición  y no buscan su propio  triunfo, sino que ellos mismos descienden ellos mismos al infierno al lado de Jesús para liberarlos. Sin embargo, esta liberación no puede comportar violencia.  Y ahí radica la inverosímil dificultad del problema. No se puede resolver humana y naturalmente, es preciso llegar aquí, recurrir a la teandricidad y la gracia. Ni Dios ni el hombre pueden violar la libertad y obligar a los malvados al bien y a  la felicidad. Sólo el Dios-Hombre, que une misteriosamente gracia y libertad, conoce el misterio de esta liberación. Toda la dificultad que tenemos para concebir este problema -dificultad que nos obliga a permanecer en docta ignorantia - proviene del hecho de que los malvados no pueden ser llevados al bien, en el sentido de la palabra que damos aquí abajo a ese término. Sólo pueden ser traídos  al supra-bien, es decir, al Reino más allá del bien y del mal.

Ahora bien, el Reino de Dios es precisamente el Reino del supra-bien, en el que el resultado y la prueba de la libertad tienen aspectos muy diferentes a los que tienen en nuestro mundo. De donde una ética de la vida totalmente distinta de la nuestra, de donde una reestimación de los valores. La escatología proyecta una nueva luz sobre toda nuestra. La ética de doctrina del bien que era, deviene la del supra-bien, la de los caminos que conducen al Reino de  Dios. Adquiere un carácter profético, en ella la pesantez de la ley se supera. Pero esta reestimación de los valores, este deseo de ir más allá del bien y del mal fue el escollo que Nietzsche, a quien un profetismo no iluminado le era inherente. Al transferir nuestro mal de abajo. más allá del bien y del mal, él mismo no logró franquear el límite.

La ética del supra-bien no designa en modo alguno indiferencia o indulgencia con relación al mal. No exige menos, sino más. Es una ética que rechaza (la idea de ) los malvados al infierno, que es una ética minimalizada, porque renuncia a la victoria sobre el mal, a la liberación e iluminación de los malvados; es no ontológica, limitándose a distinciones y y valoraciones, sin alcanzar la verdadera transfiguración del ser. La ética religiosa, basada en la idea de la salvación personal del alma, es la ética del egoísmo trascendente. Invita al ser humano a asegurarse un futuro feliz frente a la desgracia de los demás hombres y del mundo, niega la responsabilidad de todos para con todos, rechaza la unidad del mundo creado, del cosmos, y conduce así a la desfiguración de la idea del paraíso y del Reino de Dios, no existe la persona aislada, encerrada en sí misma. La beatitud ontológica me es negada a mí, que me he liberado del todo lo cósmico y sólo me ocupo de mí mismo.  Se niega solo a los buenos que han reivindicado una posición privilegiada. El desapego del hombre con al hombre y con el cosmos es el resultado del pecado original y es impensable relacionar este resultado con la obra de la salvación, introducir en la visión del Reino de Dios lo que sólo se aplica al mundo pecador. La salvación es la reunión del hombre con el hombre y con el cosmos, mediante la reunión con Dios, por lo que la salvación individual, o la salvación de los elegidos es impensable. La tragedia, la crucifixión y el sufrimiento continuarán en el mundo mientras la iluminación y la transfiguración de toda la humanidad y del cosmos no se hayan efectuador. Y si son irrealizables en el eón de nuestro mundo, no cabe duda de que vendrán de otros, en los que se completará esta obra; pues no se podría admitir que la vida terrena del hombre pueda agotarla. Mi salvación y transfiguración están ligadas no sólo a  las de los demás hombres, sino a las de los animales, plantas y minerales, a su inserción en el Reino de Dios, que depende de mis esfuerzos creadores. Por eso incluso la ética debe tener un carácter cósmico. El hombre es el centro supremo de la vida universal, que, habiendo caído por su propia culpa, debe, a través de él, levantarse. La idea del Reino de Dios es incompatible con el individualismo religioso o ético. La afirmación del valor supremo de la persona, lejos de ser una preocupación por la salvación personal, es la expresión de su vocación creadora en la vida universal. Se puede admitir una aristocracia del conocimiento, de la belleza, del refinamiento de la vida, pero no se podría tolerar la aristocracia de la salvación.

Existen dos clases de bien: el que se revela en las condiciones del mundo pecador, el que evalúa y juzga, en otras palabras, el bien de aquí y el bien como consecución de la cualidad suprema de la vida, que ni evalúa ni juzga, sino que irradia luz, es decir, el bien del más allá, El primero no tiene nada que ver con la vida paradisíaca; es el del del purgatorio, desaparece al mismo tiempo que el pecado. Es él quien, proyectado en la vida eterna, crea el infierno. El infierno es precisamente el traslado de nuestra vida de abajo a la vida eterna y al siglo de los siglos. En cuanto a la otra forma del bien, está más allá de nuestra distinción del bien y del mal, y no admite la existencia paralela del infierno es el supra-bien. Pero sería un error creer que sólo el primero puede ser nuestro guía en esta vida esta vida, y que el segundo no podría tener para nosotros esa significación. Es precisamente esto lo que nos lleva a revalorizar nuestros valores y nos lleva a un nivel moral más elevado. No procede de una indiferencia ante el mal, sino de una profunda y torturante experiencia de su problema. La primera forma del bien no resuelve el problema del mal. Generalmente la ética no sabe qué hacer con él; lo juzga y lo condena, pero es impotente para vencerlo, ni siquiera aspira a hacerlo. Por eso ignora tanto el paraíso como el infierno y sólo conoce el purgatorio.

La ética del acto creador ya forma ya parte de la zona paradisíaca zona paradisíaca, aunque conoce el sufrimiento infernal. El paraíso es un vuelo extático y creativo hacia el infinito, superando la gravedad, el encadenamiento y la duplicación. Este vuelo está más allá de la sentencia relevando la distinción entre el bien y el mal. Es el caso del amor. La ética del acto creador debe ser, en cierto sentido, una ética milenarista, orientada hacia el eón que se sitúa en la frontera del tiempo y la eternidad, del mundo de aquí y del mundo de más allá, en el que en el que se funde nuestro endurecimiento. La vida edénica no puede ser enfocada desde un punto de vista estático, y es en esto en lo que el paraíso del fin dofiere del paraíso del principio.

La vida paradisíaca es ante todo una victoria sobre el atroz desgarramiento del tiempo, esa pesadilla de nuestra vida de abajo. Nos volvemos hacia el pasado, en el recuerdo, y hacia el futuro, en la imaginación, permaneciendo así ambos en el presente. Ahí reside la paradoja del tiempo. En pós de un presente eterno, victorioso de la huida mortífera del tiempo, escapamos hacia el pasado o hacia el futuro, como si pudiéramos asirlo en ellos. Por eso, viviendo en el tiempo, estamos condenados a no conocer nunca el presente. La orientación hacia el futuro, tan característica de nuestro eón, conduce a una aceleración del tiempo, que nos impide detenernos en el presente para contemplar lo eterno. Sin embargo, la vida paradisíaca está en el eterno presente. Nuestra civilización contemporánea se opone a él. En efecto, su aceleración del tiempo, lejos de ser una oleada hacia el infinito, nos esclaviza al tiempo y nos hace comprender el tortuoso sufrimiento de la sed infinita. Este eón se dirige hacia una catástrofe; no puede continuar hasta el infinito, pues todo en él se destruye a sí mismo; y el que le sucederá, substituirá la orientación hacia el futuro por un vuelo creativo hacia el infinito, hacia la eternidad.

Hay dos respuestas típicas en lo que concierne al destino del hombre: una afirma que está destinado a la contemplación, la otra sugiere que él está destinado a la acción. Pero es un error oponer la una a la otra estas dos vocaciones, hacerlas excluirse recíprocamente. En efecto, el hombre está llamado a la creación, su papel no puede reducirse al de espectador, incluso de la belleza divina. La creación es una acción, supone una victoria sobre la dificultad, comporta un elemento de labor y también una inquietud. Pero también conoce paralelamente momentos de contemplación que pueden ser calificados como edénicos, momentos en los que la ansiedad cesa, la calma se establece, la dificultad y la labor desaparecen y el hombre comunica con lo divino. La contemplación es el estado supremo, es un fin autónomo y no podría ser un medio, pero también es una creación, una actividad del espíritu.

El último problema escatológico de la ética es el del sentido del mal, el más torturante de los problemas humanos. Se intenta resolverlo ya sea bajo el ángulo del dualismo, ya sea bajo el del monismo. La solución dualista se encuentra dentro de los límites de la distinción entre el bien y la proyecta hacia la vida eterna, como infierno y paraíso. Así el mal queda reprimido en un orden del ser particular e infernal del, se convierte en un puro no-sentido pero un no-sentido  que confirman la verdad del sentido, ya que el mal recibe su castigo. La solución monista rechaza eternizar el infierno y y subordina en principio el mal al bien, ya sea como un elemento del bien que no parece ser un mal más que por la limitación de la conciencia, o como una divulgación insuficiente del bien , o sea como una ilusión, una apariencia. El conocimiento del mal plantea necesariamente el problema de su significado. La primera solución la ve en el suplicio que sufre el mal como consecuencia del triunfo del bien. La segunda solución lo ve en el hecho de que el mal es una parte del bien y que está sometido a él como a un todo. Pero, a decir verdad, el mal aparece en la primer caso como insensato y el mundo en el que ha surgido no podía ser  justificado. En la segunda hipótesis, el mal es simplemente eliminado, y reina una indiferencia absoluta hacia él. Estas concepciones son ambas deficientes y no hacen más que denunciar la insuperable paradoja del problema. Esta paradoja consiste en que el mal es un no-sentido, un desprendimiento del Sentido, y en que, sin embargo, le debe ser reconocido un sentido positivo, si la última palabra del ser retorna en última instancia al Sentido, es decir, a Dios. No es inclinándose por una u otra de estas afirmaciones contradictorias como podremos escapar de esta paradoja. Debemos reconocer de una vez que el mal es un no-sentido y que posee un sentido. La teología racionalizada, que se considera ortodoxa, no escapa en absoluto a esta dificultad. Si el mal es un puro no-sentido, una violación del sentido del mundo, y si encuentra su conclusión en el infierno eterno, entonces el sinsentido infernal forma parte del designio divino, y la creación del mundo se reduce a un fracaso. Si, por el contrario, el mal no acaba en el infierno, si tiene un sentido positivo, se convierte él mismo en una forma no realizada del bien, y es difícil luchar contra él.

Se ha intentado superar esta dificultad recurriendo a la libertad de la criatura, al libre albedrío en su forma tradicional. Pero, como ya hemos visto, los dilemas no han hecho sino retroceder y trasladarse a la fuente de la libertad. El sentido positivo del mal reside en el hecho de que libertad, dignidad suprema de la criatura, implica su posibilidad. La vida paradisíaca ignorando el mal no satisface al hombre que lleva en sí la imagen divina. Este aspira a una vida en la que la libertad habrá sido probada hasta el final. Pero esta prueba engendra el mal, y por eso la vida paradisíaca que la ha sufrido es una vida que también ha conocido su sentido positivo. La libertad tiene una fuente insondable y preóntica, y las tinieblas que emanan de ella debe ser iluminada y transfigurada por la luz divina, por el Logos. El sentido positivo del mal no se encuentra sólo en el enriquecimiento que aporta, en la vida, la lucha heroica llevada a cabo contra él y la victoria que comporta. Esta lucha y esta victoria, lejos de identificarse con la represión del mal en un orden particular del ser, corresponden a su derrota efectiva y definitiva. en otras palabras, a su iluminación y transfiguración. Esta es la paradoja fundamental de la ética, comporta dos caras:  esotérica, la otra exotérica. La ética se transforma ineludiblemente en una escatología en la que ella encuentra su solución. La última palabra retorna a la deificación pero es accesible a través de la libertad y la creación del hombre, que enriquecen la vida divina misma.

La posición fundamental de la ética, habiendo comprendido la paradoja del bien y del mal, encontraría su traducción en la fórmula siguiente : - actúa como si escucharas la llamada de Dios y que fueras invitado a cooperar en su obra en un acto libre y creador; descubre en ti la conciencia pura y original,   disciplina tu persona; lucha contra el mal en ti y a alrededor de ti, no con miras a crearle un reino, devolviéndole al infierno, sino en vista de triunfar realmente, contribuyendo a iluminar y transfigurar  a los "malvados".


LA MUERTE Y LA INMORTALIDAD (Nikolái Aleksándrovic Berdiáev)

 

De la destination de l’homme.

Nikolái Aleksándrovic  Berdiáev (Kiev 1874-Paris 1948)

Editions L’Age d’Homme. S.A. Lausanne 1979 Pp. 323-342

 

Tercera parte

CAPÍTULO I

LA MUERTE Y LA INMORTALIDAD


Las éticas filosóficas no tienen generalmente una conclusión escatológica. Y si incluso tratan el problema de la inmortalidad, es sin profundizar el problema de la muerte misma, y preferentemente en conexión con la responsabilidad moral del hombre,  con las recompensas y castigos. En el caso más favorable, el problema está ligado a la necesidad de dar un fin, una culminación a las aspiraciones infinitas de la persona humana. La noción de inmortalidad se fundaba en la ayuda de la metafísica naturalista, que veía el alma una sustancia. Pero no había contacto con el profundo problema de la muerte, un problema fundamental para lo conciencia  religiosa y en particular para la conciencia cristiana. Este problema, en efecto, no es sólo de metafísica, es también de una ética ontológica infinitamente más profunda. Esto lo que comprendieron pensadores tales como Kierkegaard y Heidegger. Freud, en cierto sentido, también le atribuyó un sentido central a la por otra parte tiene pleno derecho. Pues, en relación con el problema de la muerte, el problema de la inmortalidad es ya secundario, y se plantea la mayoría de las veces de forma inexacta. Su propio término es falso, en la medida en que parece negar el hecho misterioso de la muerte. En cuanto a la cuestión de la inmortalidad del alma, pertenece a una metafísica completamente caduca.

La muerte es el hecho más profundo y significativo de la vida, que eleva al último de los mortales por encima de la cotidianidad y la trivialidad. Sólo ella plantea en toda su profundidad la cuestión del sentido de la vida. En efecto, esta sólo tiene sentido porque existe la muerte. Puesto que el sentido está ligado al fin, si en nuestro mundo reinara la mala infinidad, la vida no tendría sentido. Y lo curioso es que los hombres que hombres que experimentan con razón espanto ante la muerte y que la ven como el mal último, se ven sin embargo obligados a reconocer que la obtención definitiva del sentido está ligada a ella. Así, mientras que la muerte es el paroxismo del miedo y del mal, la muerte es la única salida que nos permite pasar del tiempo maligno a la eternidad; es sólo a través de la muerte que se puede acceder a la vida inmortal. En consecuencia, es en la muerte donde el hombre deposita su última esperanza. Ésta es su paradoja más prodigiosa.

Según la fe cristiana, la muerte es el resultado del pecado y el último enemigo a vencer. Y sin embargo representa, en nuestro mundo pecador, un bien y un valor. En efecto, si provoca en nosotros una angustia inexpresable, no es sólo porque es un mal , sino también porque tiene una profundidad y una majestad que sacuden nuestro mundo cotidiano, superando los poderes que hemos acumulado en nuestra vida y que sólo corresponden a las condiciones de este mundo. Para estar a la altura de su percepción y de la actitud que le es debida, se requieren una intensidad espiritual y una iluminación excepcionales. Por tanto, se podría sugerir que el sentido de la experiencia moral de toda la vida consiste en llevar al hombre a esta aprehensión y esta actitud. Platón tenía razón cuando enseñaba que la filosofía no es otra cosa que una preparación para la muerte. Pero la dificultad no reside más que en una cosa: la filosofía es incapaz de enseñarnos incapaz por ella misma cómo morir  y cómo superar la muerte. Su doctrina de la inmortalidad no nos abre ningún camino a este respecto. Podría decirse que, en sus logros supremos, la ética es mucho más una ética de la muerte que una ética de la vida, la muerte reveladora del fin, la única que comunica sentido a la existencia. La vida es noble sólo porque que el hombre está destinado a otra vida suprema; sin ella, la existencia habría sido vil y sin sentido. Pero entre la vida en el tiempo y la vida en la eternidad hay un abismo que no se puede atravesar más que por la muerte, es decir, por la angustia de la ruptura. En este mundo, concebido como aislado, finito y autosuficiente, todo parece carecer de sentido, porque todo es corruptible, transitorio, es decir mortal, es la fuente del sinsentido de este mundo y de todo lo que ocurre en él. Tal es un aspecto de la verdad accesible a lo limitado. Heidegger tiene razón al decir que lo cotidiano (das Man) paraliza la nostalgia asociada a la muerte (1). Frente a la muerte, lo cotidiano sólo provoca un temor de orden inferior, un temblor ante ella, como ante la fuente del sinsentido.

Pero hay otro aspecto de la verdad, que suele estar generalmente disimulado al horizonte limitado: la muerte no es sólo un indicio del sinsentido y de la corruptibilidad de la vida, es también el signo de su sentido supremo. La profunda nostalgia y angustia que sentimos ante su misterio son la prueba de que no somos sólo de la superficie, sino de las profundidades, que pertenecemos no sólo a la cotidianidad del tiempo, sino también a la eternidad. . Y si la eternidad en el tiempo nos atrae, también nos provoca angustia y nostalgia.  Éstas se suscitan no sólo por el fin y la muerte de aquello que nos es querido, de aquello a lo que estamos apegados, sino, en un grado mayor y más profundo por el abismo que se extiende entre el tiempo y la eternidad. Vinculadas a la travesía de este abismo, la angustia y la nostalgia representan también la esperanza del hombre de que el sentido definitivo está destinado un día a revelarse  y a realizarse. Así, si la muerte corresponde a la angustia del hombre, corresponde también a su esperanza, aunque no siempre lo la conciba y no le dé su verdadero nombre. El sentido, procedente de otro mundo, abarca al hombre de este mundo y requiere la prueba de la muerte. La muerte no es sólo un hecho biológico o psicológico sino también un fenómeno del espíritu. SU SENTIDO RESIDE EN QUE LA ETERNIDAD ES IRREALIZABLE EN EL TIEMPO, EN QUE EN ELLA LA AUSENCIA DE UN FIN CORRESPONDE A UN SINSENTIDO.

Pero la muerte es un fenómeno que se produce aún bajo la vida, es una reacción contra la necesidad de un fin en el tiempo, que reclama la existencia. No se puede concebirla únicamente como el último instante de la vida, que inaugura la venida del no-ser o la existencia de ultratumba. Es un fenómeno que se extiende a

(1) Cf. Sein und Zeit : Das moeglíche Ganzseín uns das Sein zum Τοde.

toda la vida, que es una agonía incesante, una experiencia del fin en todo, un perpetuo juicio hecho por la eternidad sobre el tiempo. La vida comporta una lucha implacable contra la muerte, debido a la imposibilidad de abarcar la totalidad en el tiempo y el espacio. El tiempo y el espacio son mortíferos; engendran rupturas que son experiencias parciales de la muerte. Cuando los sentimientos humanos declinan y desaparecen con el tiempo, es una prefiguración de la muerte. Cuando se abandona en el espacio, un individuo, un animal, un lugar o un objeto, y cuando esta separación va acompañada de la sensación de que tal vez nunca volvamos a verlos, tenemos otra experiencia de la muerte. La tristeza de cualquier separación, de cualquier ruptura en el tiempo y en el espacio, corresponde sin duda a la tristeza de la muerte.

Recuerdo la torturante nostalgia que me embargaba de niño, en cada separación. Llevaba un carácter tan universal que no podía soportar la mera idea de no volver a ver el rostro de una persona desconocida y ajena a mí, la ciudad por la que había pasado accidentalmente, la habitación en la que me había detenido unos días, el árbol por el que había pasado, el perro que había cruzado por casualidad, etc. Esta experiencia corresponde, sin ninguna duda, a un acecho de la muerte en el seno mismo de la vida.  En el tiempo y el espacio, que no abarcan la plenitud de la vida, la muerte siempre triunfa, y evoca una vida en la eternidad donde, siendo victorioso el sentido, la separación y la ruptura ya no existirán, y los pensamientos y sentimientos humanos ya no conocerán la decadencia. La  muerte se produce para nosotros no sólo en el momento en que nosotros mismos  desaparecemos, sino ya en el momento en que desaparecen nuestros seres queridos. Tenemos en la vida una experiencia de la muerte, aunque no sea definitiva. La aspiración a la eternidad del ser entero es la esencia de la vida. Sin embargo, por una extraña paradoja, esta eternidad sólo se alcanza a través de la muerte, que es el destino de todo lo que vive en el mundo. Y cuanto más compleja se vuelve la vida, más alto es su nivel, más amenazada está. De hecho, las montañas viven más que las personas. Las montañas viven, en efecto, más tiempo que los hombres. El  Mont Blanc aparece más inmortal que el santo o el genio. Incluso los objetos gozan de una resistencia relativamente superior a la de los seres vivos.

La muerte tiene un sentido positivo, siendo el mal más terrible. Esto es lo que encontramos en el fondo de toda mala pasión. El asesinato, el odio, la animosidad, la depravación, los celos, la venganza, toda remonta a ella. El amor propio, la codicia y la ambición son mortales en sus resultados. En resumen, no hay más mal que la muerte y el asesinato. La muerte es el resultado "malo" del pecado, y una vida sin pecado habría sido inmortal. La muerte es la negación de la eternidad, y es en este punto donde reside su mal ontológico, su hostilidad al ser, sus tentativas de reducir la creación al no-ser. Se resiste a la creación del mundo por Dios, quiere emancipar a la criatura mediante un retorno a la libertad pre-originaria. La criatura que, en su pecado, se opone a la idea y al designio de Dios sobre ella, no tiene más que una  una salida: la muerte. Y ésta testimonia negativamente de la fuerza divina en el mundo y del sentido divino que se manifiesta en el no-sentido. Se podría incluso sugerir que el mundo ha logrado cumplir su propósito ateo de vida infinita -pero no eterna- si Dios no existiera; pero como sí existe, este diseño es inalcanzable, y la muerte ocupa su lugar.

El Hijo de Dios, el Redentor y Salvador, Santo y exento de pecado, tuvo que aceptar la muerte y, por lo mismo, santificarla. De ahí la doble actitud del cristianismo hacia la muerte. Cristo con su muerte venció a la muerte; y su sacrificio voluntario, provocado por el mal del mundo, no puede ser considerado más que supremo. Al venerar la Cruz, nos inclinamos ante la muerte liberadora y victoriosa que se transfigura y dirige la vida. Y toda la existencia de este mundo debe pasar por la muerte, por la crucifixión, a falta de lo cual no puede alcanzar la resurrección. La muerte no es definitiva y cuando se la comprende como un momento en el misterio de la vida, no le pertenece la última palabra. Rebelarse contra ella es resistir a a Dios. Y, sin embargo, estamos llamados a combatirla heroicamente y a vencerla, arrancarle su aguijón. La  obra de Cristo en el mundo puede verse sobre todo como esta victoria, como la preparación para la resurrección y la vida eterna. El bien constituye su vida, su fuerza, su plenitud, su eternidad.

La muerte es la paradoja más prodigiosa del mundo, ininteligible para el pensamiento racional. Es una locura que se ha convertido en banalidad. En efecto, la cotidianidad ha embotado el sentido de su naturaleza paradójica e irracional. Y en su forma más racionalizada, se esfuerza por olvidar la muerte, por ocultarla a la humanidad, por hacerla imperceptible.  En ella triunfa un espíritu opuesto a esa oración cristiana que pide que su recuerdo nos sea guardado. En este sentido, los hombres de la civilización contemporánea son inconmensurablemente inferiores a los antiguos egipcios. La paradoja de la muerte se expresa no solamente en términos morales, sino también estéticos. En efecto, la muerte es horrorosa, la descomposición, la pérdida de toda figura y rostro, el triunfo de los elementos inferiores del mundo material que se manifiestan en ella, parecen alcanzar los límites mismos de la monstruosidad. Y, sin embargo, es magnífico: ennoblece al último de los mortales, elevándolo al mismo nivel que el primero, ella triunfa sobre la fealdad de la trivialidad y la cotidianidad.  Hay un momento en que el muerto parece más bello, más sereno, más armonioso que en vida. Los sentimientos horrendos y perversos se desvanecen en su presencia. La belleza y el encanto del pasado están ligados al hecho ennoblecedor de la muerte, pues es precisamente la muerte la que lo libra de sus manchas, marcándolo con el sello de la eternidad. Por consiguiente, si la muerte implica descomposición también implica purificación. Nada que sea avaro, corrupto o corruptible puede resistir su prueba. Sólo lo que es eterno lo supera. Y por triste  que sea, debemos resignarnos al hecho de que la gravedad de la vida está ligada a ella, y que sólo puede revelarse ante su misterio. La significación moral del hombre sólo aparece en la prueba de la muerte, la muerte de la que  está saturada su propia vida.

Pero a pesar de estas consideraciones, es indiscutible que nuestra tarea moral es luchar contra la muerte en aras de la vida eterna. El principio fundamental de la ética podría formularse así:

 - actúa de tal manera que tu puedas afirmar en todo, en todas partes y con respecto a todo y a todos, la vida eterna e inmortal, de modo que puedas vencer a la muerte.

 Es vil olvidar la desaparición de un solo ser viviente, de reconciliarse con ella. La muerte de la última y más pequeña criatura es algo intolerable , y si no se vence en lo que a ella concierne, entonces el mundo no tiene justificación y no puede ser acogido. Todo y todos deben resucitar a la vida y a la vida eterna. En otras palabras, debemos afirmar un principio ontológico no solamente con respecto a los hombres, sino con respecto los animales, las plantas e incluso los objetos inanimados. El hombre debe ser siempre y en todo el dispensador de vida, debe irradiar su energía creadora.

Ahora bien, el amor a todo lo que es viviente, sobrepasando el amor a la idea abstracta, constituye precisamente esta lucha contra la muerte en nombre de la vida eterna. El amor de Cristo con relación al mundo y al hombre es un don de vida en abundancia, una victoria sobre las fuerzas mortíferas. La lucha contra la muerte en sí misma, que es el sentido mismo de la ascesis, exige que nos comportemos hacia nosotros mismos y hacia los demás como si la muerte fuera a sorprendernos en cualquier momento. Es en esto, además, en lo que debemos discernir el valor moral de la misma. Triunfa sobre el miedo animal que te inspira, pero mantén dentro de ti la angustia sagrada y espiritual que hace nacer su misterio. Pues, en definitiva, es de ella de donde nace en el hombre la idea misma de lo supra-natural. Los enemigos de la religión, especialmente Epicuro, piensan que haciéndola responsable del miedo a la muerte se la rechaza al mismo tiempo. Pero nunca llega a negar que, en la angustia sagrada que hace nacer la muerte, el hombre comunica con el misterio más profundo del ser, recibe una revelación. La paradoja moral de la  vida y la muerte se expresaría mediante el imperativo ético siguiente: compórtate con los vivos como con los moribundos, y con los muertos como con los vivos.. En otras palabras, recuérdate siempre de la muerte como el misterio de la vida y, en νida como en la muerte, afirmar incansablemente la vida eterna.

Si la vida está estrechamente ligada a la muerte, no está en su debilidad, como podría pensarse a primera vista, sino en su fuerza en su intensidad, en su sobreabundancia. Esto es lo que descubrimos en el dionysianismo. También es lo que se revela en el amor. En efecto, la pasión, es decir la manifestación más intensa de la vida, contiene siempre las semillas de la muerte; y el que acoge el amor en su fuerza sobreabundante y su trágico, está obligado a acogerla también. El que retiene demasiado su vida, huye del destino del amor, sacrificándolo a otras vocaciones. Por eso, mientras nos lleva a alcanzar el punto culminante de la vida, el amor erótico, por una extraña paradoja, también conduce a nuestra pérdida y muerte en el mundo. El sujeto del amor está condenado a muerte, y condena al objeto amado. Wagner nos dio una prodigiosa revelación musical de esto en el segundo acto de Tristán e Isolda. La cotidianidad social se esfuerza por debilitar este vínculo entre el amor y la muerte, trata de hacerla inofensiva procediendo a su organización. Pero, en realidad ni siquiera es capaz de darse cuenta. Sólo conoce un remedio contra la muerte: el parto. En la procreación, la vida parece vencer a la muerte. Pero esta victoria, que se niega a conocer a la persona, su destino y sus esperanzas, conociendo sólo la vida de la especie, es una victoria quimérica. En efecto, el que da a luz está condenado a morir, y al mismo tiempo condena a muerte a la persona que procrea. Además, la naturaleza ignora generalmente el misterio de esta auténtica victoria, que sólo puede provenir de un mundo supranatural. A lo largo de toda su historia, los seres humanos han tratado de combatir la muerte, a veces con la ayuda del olvido, con la ayuda de la idealización y la embriaguez de la perdición. Y de este conflicto nacieron muchas creencias y doctrinas.

La noción filosófica de la inmortalidad natural de la inmortalidad del alma, deducida de su sustancialidad, es estéril, en cuanto que ella olvida el hecho mismo de la muerte. Partiendo de su punto de vista, la lucha contra la corrupción en nombre de la vida eterna es inútil. Esta doctrina corresponde a una metafísica racionalista, totalmente desprovista de lo trágico. El espiritualismo escolástico no es una solución al problema de la muerte y la inmortalidad, es una especulación de gabinete de trabajo, eminentemente abstracta y no vital. Lo mismo ocurre con el idealismo, que es incapaz no sólo de resolver el problema, sino incluso de plantearlo. El idealismo, tal como se expresa en la metafísica alemana, ignora a la persona, no ve en ella más que una función del espíritu universal y de la idea, razón por la cual es tan insensible al problema de la muerte.

En efecto, la tragedia de la muerte no puede percibirse más que mediante una profunda percepción profunda de la persona, más que considerándola eterna. Pues no es trágico más que la desaparición de lo que es inmortal por su valor y su destino. Si la muerte del hombre nos resulta intolerable, es porque la persona está en él corresponde a la idea y designio divinos eternos, porque en ella está incluida la unidad de todas las fuerzas y posibilidades humanas. La persona no nace de padre y madre, sino que es creada por Dios. La inmortalidad natural del alma y del cuerpo no le es dada al hombre engendrado por un proceso genérico. Este último en este mundo es un ser mortal. Pero es consciente de la imagen divina, de la persona que lleva en él, él sabe que forma parte no sólo al mundo natural, sino también del mundo espiritual. Y es por lo que se considera perteneciente a la eternidad; y es por lo que aspira a ella. No es el elemento psíquico o el elemento corpóreo, tomados en sí mismos, los que son eternos e inmortales en el hombre, sino el elemento espiritual, cuya acción, al ejercerse sobre ellos, forma precisamente la persona, realiza la imagen divina. El hombre es inmortal y eterno en tanto que ser espiritual perteneciente a un mundo incorruptible, pero no es naturalmente y de hecho un ser espiritual; sólo es un ser espiritual si el espíritu triunfa en él y domina sus elementos inferiores. La integralidad y la unidad son engendradas por el trabajo del espíritu y son ellas las que constituyen la personalidad. El individuo natural no es todavía persona y la inmortalidad no le es inherente. No es naturalmente inmortal más que la especie. La inmortalidad se conquista por la persona y designa una lucha a favor de esta.

El idealismo enseña la inmortalidad del espíritu impersonal o supra-personal, la de la idea y la del valor, pero no la de la persona, cuyo destino eterno es generalmente sacrificado. Fichte y Hegel nos dan un ejemplo; esta teoría comporta una parte de verdad, por el hecho de que no es el hombre natural, empírico, el que es inmortal y pertenece a la eternidad, sino el principio espiritual, ideal en él. Su error resulta del hecho de que este principio no forma la persona para la eternidad, no transfigura todas sus fuerzas, sino que se separa de ellas, y las libra a la corrupción y a la muerte, se abstrae en un cielo ideal y crea un espíritu impersonal e inhumano. La persona que se ha realizado a sí misma y ha alcanzado la integralidad es inmortal. Pero en el mundo espiritual, no existe aislada en sí misma, está unida a Dios, a los demás, al cosmos. El materialismo y el positivismo son doctrinas que se reconcilian con la muerte, que la  legalizan, al tiempo que intentan olvidarla  y organizar la vida sobre las sepulturas. Estas doctrinas son, por tanto, banales, desprovistas de profundidad y gravedad. La doctrina del progreso está totalmente absorbida por el futuro de la especie, el destino de las generaciones futuras, y es totalmente insensible a la persona y a su destino. El progreso, como la evolución, ofrece un impersonalismo. Si la muerte es un hecho desagradable para la especie que progresa, no es profunda ni trágica para esta última, porque disfruta de la inmortalidad. La muerte no es profunda y trágica más que para la persona y desde el punto de vista del esta. La resignación ante la muerte es inherente a las doctrinas más elevadas, la reconciliación ante ella. La muerte se percibe entonces en su trágico, pero la persona, habiendo tomado conciencia de sí misma, no tiene fuerza espiritual para combatirla y vencerla. Las actitudes tanto del estoicismo como del budismo son impotentes ante la muerte, pero son más nobles que las teorías genéricas que la ignoran totalmente. La actitud del alma ante la muerte es siempre triste y melancólica. En ella se hace sentir la nostalgia del recuerdo, incapaz de resucitar el pasado. En cuanto a la actitud pre-cristiana, ella designa una resignación ante la suerte que ocasiona inevitablemente la muerte. Sólo el espíritu, sólo el cristianismo gana aquí una victoria.

La noción de inmortalidad personal era ajena al antiguo pueblo israelita. No la encontramos en el Antiguo Testamento. La conciencia de sí aún no había despertado aún, y sólo la conciencia de la inmortalidad del pueblo, es decir, de la especie, le era inherente. Es en el libro de Job donde aparece por primera vez la conciencia del destino personal y su trágico. No fue hasta la época helenística, precediendo la venida de Cristo que, en la conciencia religiosa del judaísmo, el elemento espiritual se sustrajo del poder del elemento naturalista. Asistimos a una liberación de la persona, que se despeja de la vida genérica y popular en la que anteriormente estaba diluida. Pero la idea de inmortalidad no se revela verdaderamente más qu en los griegos (1). Y allí su desarrollo es singularmente instructivo. En su origen, el hombre era considerado un ser mortal; fue sólo en la medida en que el principio supra-humano, es decir

(1) Véase Erwin Rohde: Psyche, Sellenkult und Unterblichtkeitsglaube des Griecnhen

divino, se manifiesta en él que la noción de su inmortalidad comienza a surgir. No es el común de los mortales, sino semidioses, los héroes, los demonios quienes se encuentran dotados de inmortalidad. Una tristeza desgarradora, ligada a la muerte del hombre, era inherente a los griegos. Su tragedia y su poesía están impregnadas de ello. El principio humano mortal y el principio divino inmortal sólo se unen en los héroes, en los superhombres. No hay nada más lúgubre que el destino del hombre, condenado a descender al reino subterráneo de las sombras, y a resignarse a la inexorabilidad de su suerte.La tristeza particular de los griegos, ausente de la concepción bíblica,  proviene del hecho de que, habiendo descubierto el , no habían logrado unirlo con  el principio divino. Así es como se vieron inducidos a creer que hubiera sido mejor que el hombre no hubiera nacido. Esto no es el pesimismo metafísico de la India, que rechaza al hombre y ve el mundo como una ilusión, es una tristeza humana que discierne una realidad tanto en el hombre como en el mundo, pues, para los griegos son eminentemente realistas. Pero su genio no pudo resistir mucho tiempo este contraste entre el destino del mundo humano y el del mundo divino. Así que debería entablarse a toda costa una lucha por la inmortalidad del hombre.

En la conciencia religiosa y mitológica de Grecia, la inmortalidad de lo divino se revelaba paralela a la mortalidad de lo humano. Sin embargo, el pensamiento del hombre podía comunicar con esta inmortalidad, adquirirla y elevarse a ella. Este es el tema de los misterios, del orfismo de la filosofía de Platón. El alma humana comporta un elemento divino que debe ser liberado del poder de la materia. Entonces se conquista la inmortalidad. Pero esta conquista significa un abandono y no una transfiguración del mundo material inferior. La inmortalidad es espiritual e ideal. Sólo es inmortal lo que es inmortal por la naturaleza metafísica de las cosas, en otras palabras la muerte y la corrupción no son vencidas. Según el mito órfico, el alma desciende al mundo material y pecador y debe a continuación liberarse de él, para volver a su patria espiritual. Este mito relativo al origen y destino del alma, que ejerció tanta influencia sobre Platón, y que encontramos particularmente en el “Fedón”, es uno de los más profundos de la humanidad. La doctrina antigua de la reencarnación, uno de los raros esfuerzos intentados para captar el destino del alma en su pasado y en su futuro, en su génesis y en su escatología, está ligado a ella.

El cristianismo enseña la resurrección, la victoria sobre la muerte, para todo el mundo creado, es por tanto infinitamente superior a la doctrina griega que dedicaba una considerable proporción de la humanidad a la corrupción y a la muerte. Pero el misterio de la génesis del alma no fue suficientemente sacado a la luz. Divulgar el elemento eterno en el alma no es sólo discernirlo en el futuro, sino también en el pasado. En efecto, lo que sólo ha surgido en el tiempo no puede heredar la eternidad. Y si el alma humana lleva en sí la imagen divina, si corresponde a la idea de Dios, debe nacer en la eternidad y no en el tiempo, en el mundo espiritual y no en el mundo natural. Pero la conciencia cristiana, contrariamente al platonismo, debe concebir este misterio de manera dinámica. Un conflicto a favor de la persona, de la realización de la idea divina se desboca en la eternidad. Y nuestra vida terrena no es más que un momento del proceso que tiene lugar en el mundo espiritual. A poco que lo concibamos así, nos veremos llevados a afirmar la preexistencia en el mundo espiritual, preexistencia, que no es en modo alguno una reencarnación en el seno de la realidad terrestre. El hecho de que el hombre pertenezca. mundo espiritual eterno no designa necesariamente la inmortalidad natural de su alma. Nuestro mundo de abajo es una arena donde se libra la batalla por la inmortalidad y la eternidad. Y en este combate, el espíritu debe dominar los elementos naturales del alma y del cuerpo, con vistas a su resurrección a la vida eterna. El cristianismo no enseña tanto la inmortalidad natural, que no implica ninguna lucha, como la resurrección, que requiere el conflicto de fuerzas espirituales y fuerzas mortíferas. La resurrección designa una victoria religiosa sobre la muerte; frente al espiritualismo abstracto, se niega a entregar nada a la corrupción. Esta victoria no existe en doctrinas de la inmortalidad, ni en el orfismo, ni en Platón, o en teosofía.

La vida eterna de la persona humana es posible y existe no por la constitución natural de su alma, sino porque Cristo ha resucitado y ha vencido las fuerzas mortíferas del mundo, porque en el milagro cósmico de la Resurrección, el sentido ha vencido al no-sentido. La doctrina de la inmortalidad natural separa el destino del alma humana del destino del cosmos, de todo el universo, es un individualismo metafísico. La doctrina de la Resurrección, en cambio, los reúne. La resurrección de mi carne es al mismo tiempo la Resurrección del mundo. Por carne no entiendo la sustancia material de mi cuerpo y la del mundo, sino la carne espiritual. Sin embargo, la persona integral está también ligada a una forma eterna de carne y no sólo al alma. Si la venida y la Resurrección de no se hubieran efectuado, la muerte habría triunfado. tanto en el mundo como en el hombre. Por eso la doctrina de la inmortalidad es profundamente paradójica. El hombre es a la vez mortal e inmortal, espiritual y natural; pertenece tanto al tiempo y a la eternidad. La muerte, la temida tragedia, es vencida a través de sí misma por la Resurrección.

Dos filósofos religiosos rusos, Rosanoff y Feodoroff, expresaron pensamientos notables sobre la vida y la muerte, pensamientos que son, además, radicalmente opuestos. El primero clasifica todas las religiones en dos categorías, según que tomen como fundamento el nacimiento o la muerte, los hechos más graves y profundos de la vida. Para Rosanoff el judaísmo y casi todo el paganismo son religiones de nacimiento, mientras que el cristianismo es la religión de la muerte. Las religiones del nacimiento son las de la vida, que proviene del nacimiento, es decir, del sexo. El cristianismo, sin embargo, no ha bendecido la procreación ni el sexo y el sexo, y en cierto modo ha colocado al mundo bajo el bajo el hechizo de la muerte. Rosanoff lucha contra muerte, pero sólo triunfa sobre ella a través del nacimiento, en el que la vida siempre sale victoriosa. Sin embargo, esta victoria sólo se aplica a los que están a punto de nacer, no a los que han muerto. En consecuencia, la victoria de Rosanoff gana no es posible más que si reina en nosotros una completa  insensibilidad. Para Rosanoff, no es la persona, sino la especie, que es la realidad originaria y auténtica, que es la titular de la vida. En el nacimiento, la especie triunfa sobre la persona: la primera conoce una vida infinita, mientras que la última desaparece. Pero el problema trágico de la muerte es precisamente el de la persona, y se experimenta en toda su agudeza cuando ha tomado conciencia de sí mismo como un ser auténtico. La vida floreciente de las generaciones futuras no elimina el intolerable trágico de la muerte, ni siquiera de un solo ser vivo. Rosanoff no conoce la vida eterna, sólo conoce vida infinita en el parto; es un panteísmo sexual original. Olvida que no es la venida de Cristo la que introduce la muerte al mundo, y que la última palabra del cristianismo no es el Gólgota, sino la Resurrección y la vida eterna. Se escapa del horror de la muerte en el elemento del sexo, en su intensidad vital. Pero como el sexo caído es precisamente la fuente de la muerte en el mundo, no le corresponde a él vencerla.

Vemos a Feοdοrοff plantear y resolver el problema de una manera totalmente diferente. Nadie experimenta tanto como él un sufrimiento ante el misterio de la muerte. Mientras Rosanoff piensa en los niños llamados a nacer, en la vida del futuro y encuentra en ella una fuente de alegría, Féodoroff piensa en los antepasados muertos, en la muerte del pasado y ve ahí un motivo de tristeza. Para él, la muerte es el paroxismo del mal, y encuentra inadmisible reconciliarse pasivamente con ella. Para él, la victoria definitiva sobre la muerte no reside en el nacimiento de una nueva vida, sino en la restitución de una vida antigua en la de los antepasados. Y este deseo de resurrección de Féodoroff atestigua la prodigiosa elevación de su conciencia moral. El hombre debe ser el dador de la vida, afirmándola para la eternidad. Esta es una verdad suprema, se mire como se mire este “proyecto" de resurrección. Pero la actitud de Féodoroff, aunque contiene una verdad, también contiene un grave error. Aunque es un cristiano convencido, no parece haber aceptado el sentido redentor de la muerte. Para él, la muerte no es el momento interior de la vida a por el cual todo lo que ha pecado aquí abajo debe inevitablemente pasar. Si Rosanoff no ve en el cristianismo la Resurrección, Féodoroff no ve la Cruz. Ambos querían luchar contra la muerte en nombre de la vida uno a través del parto, el otro a través de la Resurrección. Pero si la concepción de Féodoroff está más cerca de la verdad, es sin embargo demasiado unilateral. No se puede vencer a la muerte negándole todo sentido, es decir, lo que constituye precisamente su profundidad metafísica. Heidegger tiene razón al fundamentar la posibilidad de la muerte sobre la inquietud. Pero eso es una fuente visible al mundo banal. La muerte es también un fenómeno eterno en el mundo pecador, donde la eternidad habría sido una calamidad. El hombre puede temer la muerte que le sobreviene por enfermedad infecciosa y del accidente, y puede no temerla en la guerra o como mártir por su fe y su idea; este hecho paradójico testimonia que la eternidad deviene menos temible a medida que el hombre abandona la vida cotidiana para elevarse a una cumbre.

Sentimos terror no sólo ante la idea de la pérdida de la persona, sino también de la desaparición del mundo. Hay un Apocalipsis personal y un Apocalipsis universal. El estado de espíritu apocalíptico es aquel en el que la idea de la muerte alcanza una intensidad extrema, al tiempo que es un camino que conduce a una nueva vida. El Apocalipsis es una revelación de la muerte del mundo, aunque no tiene la última palabra. No son solamente el hombre, los pueblos y la cultura los que están destinados a morir, sino la humanidad en su conjunto, el universo entero. Y es curioso constatar que la aprensión que suscita en nosotros esta idea es mayor que la que suscita en nosotros nuestra propia muerte personal. En efecto, el destino del individuo y el destino del mundo están íntimamente ligados, están entrelazados por mil redes. En tiempos en que falta el estado de ánimo apocalíptico, la obsesión por la muerte se atenúa para el hombre por el sentimiento de su inmortalidad genérica, en la que los resultados de su vida y obra están destinados a sobrevivir y perpetuarse. Pero el Apocalipsis marca el fin de esta perspectiva, en ella la criatura y toda la creación son colocadas inmediatamente ante el juicio de la eternidad. Incluso la esperanza de alcanzar la inmortalidad y eternizar nuestras obras a través de nuestros hijos nos es negada, teniendo todas las esperanzas un fin en el tiempo. El apocalipsis es una paradoja del tiempo y eternidad que se resiste a la racionalización. El fin de nuestro mundo ya está sobreviniendo en nuestro propio tiempo, aunque también marca la cesación de ese tiempo, y por lo tanto se encuentra más allá de sus límites. Se trata de una antinomia similar a la de Kant (1). Cuando llegue el fin,

( 1 ) La doctrina de Kart sobre las antinomias de la razón pura es la más genial de toda su fiolosofía . Verr Krilik der reinen Vernunft. Die antinomie der reine Vernunft. Erster Widestreit der transcendentalen ideen.

el tiempo ya no existirá. Y por eso sólo podemos pensar en el fin del  mundo más que de una manera paradójica, es decir, tanto en el tiempo como en la eternidad. Igual que el fin del ser humano tomado individualmente, es un acontecimiento a la vez inmanente y trascendente. Y nuestra angustia y nostalgia se deben precisamente a esta conciliación, que nos sigue siendo inaccesible, del más acá y del más allá, del tiempo y la eternidad. Para nosotros y para el universo entero, la hora de la catástrofe inminente, el "salto" a través del abismo, la inconcebible evasión fuera del tiempo, efectuándose todavía en el tiempo. Si, en nuestro tiempo pecador, nuestro mundo pecador hubiera sido infinito, habría sido una alucinación tan atroz como la prolongación ilimitada de la vida de un ser individual. Habría sido, en cierto modo, el triunfo del no-sentido. Asimismo el presentimiento del fin próximo no sólo provoca angustia y nostalgia, sino también una esperanza en la revelación esperanza en la revelación y la victoria del sentido. Pues el Juicio Último, que se pronunciará sobre la persona y el mundo, a poco que seamos capaces de percibir su significado interior no es otra cosa que la consecución del sentido, asignando a los valores y cualidades su lugar legítimo.

La paradoja del tiempo y la eternidad no existe sólo en relación con el destino del mundo: también se afirma en cuanto al destino de una persona. En efecto, se objetiva la vida eterna, se naturaliza y se confunde con una existencia. Se nos aparece como una esfera natural del ser, simplemente diferente de la nuestra. Pero la vida eterna, si la tomamos interiormente es, en principio, de una calidad enteramente diferente a la vida natural e incluso a la vida supranatural considerada en su conjunto: ella es una vida espiritual, en la que la eternidad aún comienza en el tiempo. Si la vida del hombre se hubiera transformado integralmente en vida espiritual, si el principio espíritu hubiera subyugado definitivamente al elemento psíquico y corporal, la muerte como hecho natural nunca habría aparecido, y se habría alcanzado la eternidad sin su intermediario. Pues la vida eterna no es la vida del futuro, sino la vida del presente, la vida en la profundidad del instante, donde se produce la ruptura del tiempo. Por eso la concepción que sitúa la eternidad en el futuro, como una existencia de ultratumba que se apoya en la muerte en el tiempo para comunicar con la vida divina, ofrece un error ético. En el futuro, en suma, nunca se establecerá la eternidad, pues no hay en ella sino un mal infinito. Y sólo es el infierno lo que podemos considerar desde este punto de vista. Esta cesación de la proyección de la vida en el tiempo corresponde, según la terminología de Heidegger, al cese de esa preocupación que temporaliza el ser. La muerte existe desde fuera, como un cierto hecho natural que acontece en el futuro y designa una temporalización del ser, una proyección de la vida hacia el futuro.. Desde dentro, es decir, desde el punto de vista de la eternidad, revelándose en la profundidad del instante, la muerte es sólo un instante de vida eterna, del misterio de la vida. La muerte sólo existe abajo, en el ser temporalizado, en el orden de la "naturaleza". Y desarrollar la espiritualidad, insertar al hombre en otro orden del ser, afirmar lo eterno en la vida, es superarla, conquistarla. Pero superar la muerte no significa olvidarla y volverse insensible a ella, es acogerla dentro del espíritu, donde deja de ser un hecho natural en el tiempo, para convertirse en la revelación del sentido que procede de la eternidad.

El apocalipsis personal, como el apocalipsis universal, la muerte de las naciones y las civilizaciones, así como de las formas históricas del Estado y la sociedad, apuntan todas a una evocación "catastrófica" del sentido y la verdad eterna de la vida; denuncian su inobservancia o su desfiguración  y corresponden a su revancha efectuándose en las tinieblas, en el elemento oscuro del pecado. Tal es el sentido de todas las grandes revoluciones, que son un apocalipsis en el seno de la historia, así como el sentido de los acontecimientos dramáticos y desastrosos que se desarrollan en la vida de los seres individuales. La revelación concerniente a la venida del Anticristo y su reinado es un presagio de lo que lo que le espera a un mundo que no ha querido o no ha podido observar la verdad cristiana. Tal es también la ley de la vida espiritual. Si la libertad no realiza el Reino de Cristo, la necesidad traerá el reino del Anticristo. La muerte ataca la vida que no se vive según la verdad y el sentido divinos. Por una extraña paradoja, el triunfo del no-sentido designa el advenimiento del sentido en el elemento pecador. Por eso la muerte, tanto la del hombre como la del mundo, no es sólo el resultado del pecado y del predominio de las fuerzas tenebrosas, sino también paralelamente una victoria por el sentido, una evocación de la verdad divina, negándose a aceptar que la mentira sea eterna.

Hipotéticamente hablando, Feodoroff tiene razón al sugerir que la catástrofe del fin y del Juicio Final se hubiera evitado, si los pueblos de la humanidad se hubieran unido fraternalmente unidos con vistas al la obra común: la realización de la verdad cristiana y la resurrección de todos los muertos  (1) . Pero la humanidad, ¡ay! ha ido demasiado lejos en los caminos del mal y la mentira, y su juicio ya ha comenzado. La libertad irracional y meónica es un obstáculo a la realización del "proyecto" de Feodoroff, que ha subestimado con demasiado optimismo las fuerzas del mal. Sin embargo, el imperativo de la ética sigue siendo la afirmación de la eternidad, que puede traducirse en la siguiente fórmula:

-Actúa de tal modo que la vida eterna se abra ante ti e irradie su energía sobre toda la creación.

La ética debe hacerse escatológica. Para la ética personalista el problema de la muerte y la inmortalidad se convierte en primordial: está presente en todo fenómeno y en cada acto de la vida. La insensibilidad con relación a la muerte, su olvido, inherente a la ética de los siglos XIX y XX. apuntan a una insensibilidad hacia la persona y su destino eterno, una insensibilidad que se extiende al destino del mundo. A decir verdad, la ética en cuyo centro no está el problema de la muerte carece de seriedad y profundidad; aunque puede operar con juicios y evaluaciones, olvida la evaluación y el juicio definitivos es decir, el Juicio Último. La ética se debe elaborar no desde la perspectiva del bien y la felicidad de esta vida infinita, sino en la de la muerte ineluctable, de la victoria a ganar sobre ella, de la resurrección y de la vida eterna. La ética creadora convida no a  la creación de valores temporales , pasajeros, corruptibles favorecedores del olvido de la muerte, del fin y del juicio, sino a la creación de valores eternos, inmutables, inmortales que favorezcan la victoria en la eternidad y preparan al hombre para el fin.

La ética escatológica no denota en absoluto un rechazo de la creación y de la actividad. Las disposiciones apocalípticas

(1) Véase su Filosofía de la obra común

pasivas pertenecen al pasado, designan una decadencia y una deserción de la vida. En efecto, no se podría esperar en la inacción, en la nostalgia, la angustia y el pavor la llegada del fin y la desaparición de la persona humana y del mundo. La ética escatológica basada en la experiencia apocalíptica, exige del hombre una actividad y una creación de una intensidad inusitada. La Segunda Venida de Cristo supone una preparación para el fin, que dependerá de la actividad creadora del hombre y estará determinada por los resultados positivos del proceso universal. Ya no puede esperar más  pasivamente el Reino de Jesús que el Reino del Anticristo; es necesario, de manera activa  y creadora, luchar contra este último para preparar la venida de aquel, que  sólo los "violentos" lograrán disfrutar. Una concepción pasiva de las profecías apocalípticas corresponde a un determinismo, a un fatalismo. Adoptar este determinismo pasivo es naturalizarlas y racionalizarlas, es negar la misteriosa conciliación de la divina Providencia divina y la libertad humana. Y mirar nuestra propia muerte o la muerte de cualquier individuo bajo este aspecto, es decir como si fuera un hecho natural, fatal y determinado, es caer en el mismo error.

Se debe aceptar la muerte de un modo libre e iluminado, sin revolverse contra su no-sentido, pero esta aceptación corresponde precisamente a una actividad creativa del espíritu. Existe una falsa actividad que se levanta contra la muerte y se niega a aceptarla; genera un sufrimiento intolerable. Y existe una actividad auténtica que representa una victoria de la eternidad sobre la muerte. En resumen, el espíritu activo no teme a la muerte; el pavor y la angustia que experimenta son infinitamente mayores que los que inspira la muerte. Negándose a rendirse pasivamente a ella, teme a la muerte misma mucho menos de lo que teme el infierno y los tormentos eternos. En efecto, al experimentar su eternidad, el espíritu activo considera la muerte sólo como un hecho exterior, pero siente angustia ante el destino eterno y el juicio eterno, que vincula a sus `propios esfuerzos creadores. Y ahí nos topamos con la paradoja psicológica que, con mucho, sigue siendo desconocida o ininteligible.

El espíritu activo, que vive interiormente y de manera inmediata su indestructibilidad y su eternidad, puede no sólo no temer a la muerte, sino incluso desearla y envidiar a aquellos para quienes pone fin a todas las cosas. Es erróneo y superficial creer que la fe en la inmortalidad es siempre consoladora, que coloca a los seres en una posición privilegiada y digna de envidia. Pues si aporta un efecto consolador que facilita la vida, también  la carga de una responsabilidad ilimitada. Se podría sugerir, por tanto, con razón, que los no creyentes aligeran su vida de una carga que llevan los creyentes. Pues la idea de que sus vidas sin sentido no están sujetas al juicio del sentido ya es un consuelo. Y es precisamente por su excesiva facilidad y tranquilidad, que la incredulidad es sospechosa. De hecho, la angustia extrema e intolerable no es la provocada por la muerte, sino la provocada por la idea del juicio y del infierno, a los que conduce inevitablemente el problema de la muerte. La victoria sobre la muerte no es la última; está todavía demasiado hacia el tiempo. La victoria final y definitiva y definitiva victoria es la que hay que ganar sobre el infierno: está orientada hacia la eternidad.

Por tanto, hay una tarea más radical que la de llamar a los muertos a la vida, como propone N. Feodoroff: la de vencer al infierno. El fin último al que debe tender la ética es la liberación creadora de todos los que sufren, de todos los sufren los tormentos, ya sean temporales o "eternos”, liberación, sin la cual el Reino de Dios no puede establecerse.